Los Sutro Baths eran la casa de baños de agua salada más grande del mundo.
Las siete piscinas, a diferentes temperaturas, podían acoger a 10.000
personas al mismo tiempo. Había espacio suficiente para tirarsepor los
trampolines, bracear, practicar la natación, descansar en los jardines
orientales y acicalarse en los más de 517 vestuarios privados.
Fueron inagurados en 1896 tras un largo proceso de construcción que financió el ingeniero y empresario Adolph Heinrich Joseph Sutro
(1830-1898), un judío-alemán que había emigrado a los EE UU a los 20
años y hecho fortuna con la excavación de túneles ferroviarios y la
minería. Sus golpes de efecto populistas, entre ellos la casa de baños y un acuario, le llevaron a ser elegido alcalde.
Los Sutro Baths alcanzaron una gran fama. En 1897, el inventor Thomas Alva Edison grabó dos películas que confirman el éxito y el bullicioso ambiente de la instalación.
El emplazamiento que ocupó la glamurosa casa de baños acristalada es ahora una plácida ruina ubicada
al noroeste de San Francisco. Pueden adivinarse los contornos de las
piscinas, algunos escalones y oxidadas estructuras, pero nada más queda a
la vista del espléndido pasado.
Aunque el fundador dedicó una fortuna a mantenerlos en activo y añadir atractivos (un museo de objetos exóticos y rarezas, desde automátas hasta fieras disecadas
que Sutro compró en sus muchos viajes), mantener el costoso sistema de
calentamiento del agua y las instalaciones complejas era demasiada carga
incluso para un multimillonario.
En 1952, tras intentar una última reconversión del lugar en pista de patinaje -puede verse en funcionamiento en una secuencia de la película The Ring (1951)-, el nieto de Sutro vendió la propiedad por 250.000 dólares a los dueños del cercano parque de atracciones Playland at the Beach (también hoy inexistente), situado en la brava y venteada playa de Ocean.
En una ciudad con tantos lugares para la fuga como San Francisco,
Sutro no brilla con la misma intensidad que otros, pero tiene cualidades
que merecen la visita: las rompientes del Pacífico, las cercanas rocas
donde en primavera buscan solaz los leones marinos y el ejercicio del flashback de la imaginación hacen necesaria la visita.
Aunque los Sutro Baths salieron con pocas heridas del gran terremoto de 1906
(apenas unas cuantas cúpulas de cristal rotas), el abandono pudo con
ellos. En 1966, poco después de que fueran cerrados definitivamente al
público, un incendio acabó con la estructura. Se investigó la posibilidad de que el fuego fuese intencionado para cobrar algún tipo de póliza, pero el posible delito no llegó a ser probado.
En 1907 había ardido también la vecina Cliff House, una espectacular casa victoriana que parecía mantener sus ocho pisos de altura en equlibrio sobre los acantilados.
Había sido comprada y reconstruida por Sutro en 1896 para ofrecer una
alternativa esnob a los populares baños. También, porque al empresario
le importaba el qué dirán, para acabar con el negocio establecido desde
hacía décadas en la más modesta construcción original: un burdel.
La Cliff House era un restaurante de postín (con 20 comedores de diversos tamaños y estilos), galería de arte y salón de music-hall
y variedades. Ahora es un restaurante caro y de arquitectura irritante a
la vista, lo cual es realmente difícil en una ciudad donde la armonía
impone su ley.
Pero el tesoro de la Cliff House está casi escondido en una de
sus terrazas traseras. La construcción de seis metros por seis que
aparece en la imágen es la Camera Obscura o Giant Camera, fabricada en 1946. Es un cuarto oscuro que funciona como una cámara de fotos pinhole.
Un espejo rotatorio situado en la cúspide refleja la imagen del
exterior hasta la superficie de un cristal parabólico. El efecto, ver
una foto real del mundo exterior en contínuo movimiento de 360 grados,
es mágico.
Tras la contemplación del mar, más irisado que nunca, en el espejo de 15 centímetros de diámetro (consejo: conviene ir a la Camera Obscura en días claros
para no salir decepcionado y sentir que se han malgastado los tres
dólares de la entrada), lo conveniente es bajar a Ocean Beach, la más
larga de las playas de San Francisco.
No esperen un paraíso californiano de tarjeta postal. El baño es casi
imposible por el oleaje y los tiburones, aunque los surfistas, que
entienden el idioma del océano, se atreven con todo. El viento es una
gran e incansable bocanada y la arena fina se clava en la piel. Consejo:
mirar hacia el cielo y dejarse llevar por el vuelo de los albatros.
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